Es un tema un poco peliagudo al tratarlo desde el punto de vista de las bibliotecas (ya ni te cuento desde el punto de vista de la Ley de Propiedad Intelectual o demás derechos de autor) pero no le falta razón a los argumentos que Rick Falkvinge (fundador del Partido Pirata en Suecia) ha dado en su post “You can’t defend public libraries and oppose file-sharing”. El intercambio de contenidos está presente en las bibliotecas, al igual que lo está en las plataformas para compartir archivos… pero vayamos por partes…
En su post, Rick Falkvinge, comenta que cuando empezaron a funcionar las bibliotecas públicas en Gran Bretaña los editores presionaron para que el préstamo de libros en éstas fuese ilegal. Que si no se paga por leer un libro sería igual que robarlo. A su vez consideraban a las bibliotecas privadas (a las que solo se podía acceder por suscripción) focos de delincuencia y robo.
El Parlamento británico no se dejó presionar y vieron que las bibliotecas públicas eran un valor económico al tener una población más educada y culta… por lo tanto aprobaron la ley de las bibliotecas públicas gratuitas en 1850. Es decir, apostaron por una sociedad más formada en lugar de por hacer negocio con ella. Los editores argumentaron que con esta ley que se dejarían de escribir libros al ser dados de manera gratuita, que ningún autor querría escribir. (Cosa que no sucedió)
Las bibliotecas y el intercambio de archivos no difieren en principio. El propósito de las bibliotecas era – es – poner la cultura y el conocimiento a disposición de la mayor cantidad de personas posible, tan eficientemente como sea posible, de forma gratuita – simplemente por el mayor beneficio socioeconómico de una población educada y cultural.
Está claro que las bibliotecas y los servicios de intercambio de archivos tienen puntos en común, como que comparten información y conocimiento con las personas, tiene Internet como medio (libros electrónicos), son de fáciles de usar… Aunque hay otra serie de puntos que hay que tener en cuenta y que les diferencian, como la sospecha de ilegalidad constante sobre los servicios de intercambio de archivos, el poco control sobre lo que se comparte o la posibilidad de circulación de ediciones erróneas o de baja calidad (en las bibliotecas no pasa, o no debe pasar). Otra diferencia es que las bibliotecas son mucho más que intercambio de materiales [El libro (en las bibliotecas) por sí solo no alcanza, pero es necesario] y deben ser protectoras y garantes al 100% de los derechos de autor y de la propiedad Intelectual de las obras. Aunque hay unos puntos muy a favor para las plataformas de intercambio de archivos: permiten que un único material lo tengan muchas personas a la vez y no todo lo que se comparte tiene porque tener derechos de autor.
Ahora bien, el negocio es el negocio. Ninguna empresa quiere perder dinero, como es normal. ¿Si no hay gente que pague por un producto cómo apostar por él? El tiempo, el trabajo y la dedicación es algo que se debe pagar… pero, ¿hasta qué extremo? Me viene a la cabeza el Real Decreto 624/2014 por el cual se desarrolla el derecho de remuneración a los autores por préstamo de sus obras realizados en determinados establecimientos accesibles al público o el cierre de Google News por el tema del Canon AEDE (o tasa Google). Temas que prefiero no recordar y que dan un paso atrás hacia esa sociedad formada e informa de la que se hablaba ya a mediados del siglo XIX.
Vuelvo a repetir, el negocio es el negocio… pero en escala me da que a las editoriales les hace la misma gracia que un libro suyo esté en una biblioteca a que esté en una plataforma de intercambio de archivos. En este sentido también diría que las bibliotecas se pueden llegar a parecer a las plataformas de intercambio de archivos. [También hay autores que dicen que las plataformas de intercambio de archivos les sirven como publicidad de sus obras, al igual que en las bibliotecas]
Imagen cortesía de Shutterstock
Postpost: Texto escrito gracias al tuit de Natalia Arroyo.
Efectivamente, en cierto modo las plataformas de intercambio de archivos y las bibliotecas comparten ciertas semejanzas. Pero aún deben ajustarse mejor los términos del debate. En primer lugar, porque la Public Libraries Act 1850 establecía un sistema tributario muy concreto para la creación de las bibliotecas públicas puesto que, no lo olvidemos, no son realmente gratuitas: sus servicios tienen un coste. El gasto de creación y mantenimiento de una plataforma de intercambio de archivos es infinitamente menor, aunque no absolutamente nulo (de ahí que precisen de fondos filantrópicos, pequeñas cuotas o el abono de ciertos (siquiera en forma de archivos «liberados»).
Por otro lado, los autores de los libros disponibles en las bibliotecas públicas ya perciben una compensación cuando se adquiere su obra (que sea suficiente o no es cuestión de otro debate), mientras que el modelo predominante de plataformas de intercambio de archivos evita esa remuneración.
Resulta innegable (como ha demostrado la experiencia histórica) que el desarrollo de las bibliotecas públicas supone un enriquecimiento de la sociedad (incluso en términos puramente económicos) que también ha redunado en beneficio de los autores: las bibliotecas públicas, al fomentar la alfabetización de la población, ha incrementado el público lector e intensificado su demanda, lo que en definitiva ha beneficiado a los autores (y también, por qué no decirlo, a otros personajes que jamás habrían firmado un libro de no ser por una retribución garantizada). ¿Significa esto que ocurrirá lo mismo con las plataformas de intercambio de archivos? En principio, resulta tentador responder afirmativamente, pero siempre existen circunstancias y matices que corrijen en mayor o menor medida los juicios previos.
Finalmente, debemos tener presente el verdadero valor del conocimiento y la información. Es verdad que estos proporcionan poder, pero su generalización le restan cierta eficacia. Veamos. que la Iglesia conservase el conocimiento escrito en sus bibliotecas es una pieza fundamental de la estructura social del Medievo. Los Seminarios y las Universidades (con sus bibliotecas) supusieron una cierta espita de liberalización (muy restringida aún) para el conocimiento allí custodiado. Fueron los intelectuales allí formados los que alumbraron la Ilustración, pero conservaron su cuota de poder. La posterior universalización de la enseñanza y el acceso a la cultura (bibliotecas incluidas) ha creado el espejismo de la democratización cultural: es cierto que el estándar se ha elevado, y mucho, pero no por eso han desaparecido las elites culturales (afortunadamente, por otra parte). ¿Lo lograrán las plataformas de intercambio de archivos? Personalmente, lo dudo; facilitarán la circulación de información y conocimiento, y posiblemente generen cambios entre los agentes dominantes, pero no acabarán con ellos. Aunque no sea más que por aquello de que hasta en las sociedades igualitarias unos miembros son «más iguales que otros»; siempre habrá alguien que por sus capacidades o sus habilidades, pueda acceder a más conocimiento o procesarlo mejor.
Dicho esto, me cabe añadir dos últimas reflexiones:
· en contra de lo que pueda parecer, los editores nunca han sido grandes aliados de las bibliotecas (a las que generalmente han considerado como clientes antes que aliadas), por lo que no veo razones para que ahora se entusiasmen por las plataformas de intercambio de archivos.
· evidentemente, debería legislarse para que los sistemas de gestión de las plataformas de intercambio de archivos no perjudiquen los derechos naturales de los creadores, pero tampoco los de los potenciales usuarios (como se hace, en líneas generales, con la legislación bibliotecaria.
Hola Rafael. Muchísimas gracias por tu comentario y por tus reflexiones. Te las agradezco muchísimo. Un abrazo.